Estábamos igual que siempre,
labio a labio sonándonos un vals,
mordiendo los infiernos interiores
ya sin máscaras, libres de seudónimos,
y armados de palabras cotidianas.
Nos arrancamos verso a verso
los ojos y la piel y las ficciones
hasta quedarnos sin nosotros mismos.
Estábamos igual que siempre,
a mitad del milagro del bautismo
de todas las ciudades verticales
hechas de tiza y blancos de papel.
Los silencios crecieron cómplices
entre sus calles largas y salobres
sin más.
Estábamos así, igual que siempre,
y, de repente, me nacieron
todas las culpas como un latigazo
a media espalda,
un abandono miserable
tan lleno de concreto y de madera
infectado de cuentas por pagar
días de calendario y tanto acero.
No me puedes culpar.
Mi ficción era casa
en que habitar verdades absolutas.
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